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  • El poema arranca de una contemplaci

    2019-04-28

    El poema arranca de una contemplación del paisaje en pleno mes de noviembre. El “verdor” de las siemprevivas contrasta con un panorama vegetal dominado por la “grisura” de la deshojadura otoñal. La mirada del yo poético se fija preferentemente “en las siemprevivas y en las plantas perennes”. Esta percepción selectiva denota un interés por el tema de la supervivencia de las especies que se formula como un enigma irresuelto: “Ignoro la respuesta”. La interrogación consiste en esclarecer si las sempervirentes hojas de las “siemprevivas” son una manifestación de su “permanencia”, de una obstinación por parte de la planta o de su “desafío” Homoharringtonine manufacturer las leyes cósmicas. La reflexión se hace en dos etapas: la primera consiste en interpretar la sempervirencia de esas plantas como una invulnerabilidad ante la muerte: “desconocen la noche de los muertos”. En este caso, la inmortalidad absoluta no es una ventaja porque “al prescindir del viaje renunciaron al goce / de la resurrección / que habrán de disfrutar sus semejantes”. La segunda etapa del razonamiento resuelve la duda a partir de una interpretación basada en el sentido del nombre mismo de la planta: “siemprevivas porque antes ya se han muerto, / perennes porque saben renacer como nadie”. El poeta no concibe, entonces, una supervivencia que no subsuma la dialéctica “muerte/resurrección”. Yvette Jiménez de Báez comenta, acerca de este poema, que “morir para renacer implica la aceptación del viaje; la lucha azarosa y la muerte como paso a la eternidad; como un saber renacer único. De no ser así, prevalecería la indiferencia, la no vida”. Para la estudiosa, la aspiración a la renovación se transparenta ya en el signo “noviembre”: “en noviembre —penúltimo mes del año, tiempo de manifestación del poema, se crea la ruptura de la linealidad y se posibilita la entrada de otro tiempo” (298-299). Otros ejemplos de Pacheco donde se expresan ideas similares acerca del renacimiento de los elementos vegetales son “Fragancia”, “Hoja”, “Invierno” o “La estación total” de La arena errante. Examinemos el primero mencionado: El poema “Hoja” nos mantiene en este elogio de la materia cíclica, solo que ahora la “for” ya no goza del privilegio de la resurrección sino que se convierte en paradigma de una caducidad irrepetible: Resulta curioso que, después de haber sido alabada por su renovación constante, la for ya no goce de la perdurabilidad en esta composición. Ahora la foración estacional es protagonizada por el “cerezo inocente e indestructible” que “regresará en la estación justa”. En cambio, “para la for no existe segundo acto”. Creo que la distinción se debe a MTOC que, ahora, la for está tomada singularmente. Ya no se trata de las distintas fores susceptibles de nacer de una misma planta, sino de una de ellas, aislada de sus restantes resurrecciones. En “Hoja”, el elemento que retiene la mirada del sujeto es el “árbol” que “regresará en la estación justa” y no una de sus partes. La “vuelta de hoja” de la que habla el último verso se refere a la planta en su conjunto y no a sus fores. Dicho de otro modo, las hojas que volverán no serán nunca exactamente las mismas que las que murieron antes. Podemos decir, por lo tanto, que si la renovación cíclica de los elementos cósmicos consagra el retorno de las especies, no se trata nunca, rigurosamente hablando, de una identidad perfecta. Recordemos, para aclarar mejor este punto, el fragmento de Heráclito según el cual “el Sol es nuevo cada día” (36). El sol es a la vez idéntico y distinto del que amaneció el día anterior, acaso porque la ley de la revolución impide que haya en el universo coincidencias exactas. La ciclicidad es especialmente visible en la sucesión de las estaciones. José Emilio Pacheco se muestra atento a esa variación natural de las temporadas que se aprecia en el poema epónimo “No me preguntes cómo pasa el tiempo”. Una vez más, la intuición de la repetibilidad estacional no prescinde de la irreversibilidad de la experiencia humana: La irrupción del invierno en el “lugar que fue nuestro” es un motivo de lamentación melancólica porque estorba la dicha del yo lírico. La llegada de la nueva temporada se expresa con una referencia explícita al comienzo del invierno en el primer verso y una evocación de “las bandadas que emigran”. El detalle no solo refuerza el tono melancólico del texto —al agudizar la sensación de abandono— sino que, además, sugiere visualmente uno de los fenómenos naturales sintomáticos del cambio de temporada: las aves se van en busca de otros climas y paisajes y volverán al final de la estación fría, acompasando así el ritmo de sus migraciones con las mutaciones del paisaje exterior. El texto sugiere, en este sentido, el futuro advenimiento de una primavera que reanimará las fores marchitas sembradas por la amada, ese tú al que se dirige el yo del poema. El rejuvenecimiento de la naturaleza está contrastado con la fugacidad irrecuperable del amor y de la vida humana mediante los signos adversativos “pero en cambio”, así como el adverbio “nunca más”.